jueves, 8 de septiembre de 2016

Día 5: Lo contrario a un plan roto




Y, entre la niebla,vino la sorpresa de la Ruta. 

Siempre ocurre más de una vez en cada viaje. Que un destino pensado inicialmente para completar el itinerario del el día, o porque estaba de paso y había leído algo al respecto o incluso por mera casualidad se convierte en momento destacado sobre el resto. Supongo que a favor juega el factor inesperado.

Sea como sea, un interruptor se enciende en mi cabeza: ha llegado para quedarse siempre en mi cabeza (para quedarse en un rinconcito especial) un nuevo lugar. En la primera ruta fueron las Badlands en un extremo árido de Dakota del Sur; en el segundo, la Dockery Farm en el insano pulmón húmedo del Delta del Mississippi; y en el tercero, las White Sands níveas a 50 grados al sol de Nuevo México.

Hoy ha sido Stonington, un pueblo más en una esquina recóndita de Maine.

Como en los últimos tres años, el color blanco ha iluminado el día.

Porque el sol, lo que se dice el sol, no ha aparecido. Aquí, el refrancito de mañana de niebla, tarde de paseo se lo comen con patatas y con ensalada de col. Aquí la niebla, ya que viene, se queda hasta cuando haga falta. ¿Que decía la previsión de tiempo que abriría a las nueve?

A lo mejor se referían al día nueve.

Pero me gusta la niebla. Otro que le guste menos o que se quede con el lado malo de las cosas estaría lamentando su mala suerte de no poder apreciar el mar, el cielo azul, el paisaje enroscado de los acantilados de Maine.

Bueno. Habrá otro en otro blog que pierda el tiempo con lamentaciones.

Sinceramente, el día ha sido muy diferente con el horizonte a medias, agazapado tras el tañido desacompasado de las campanas adheridas a los faros flotantes sobre las rompientes. 

Hablo de esos faros de pequeño tamaño que se anclan en medio de la bahía como un bote fantasma. 

Porque para señor faro el Bass Harbor Head Light (y no apto para esos turistas de la tercera edad -u obesos mórbidos o ambos- que ilusionados iban a verlo en comandita, toda vez que hay que escalar y bajar rocas como percebe saltamontes para tener un buen ángulo de foto):




Normal que recurriera al selfie. Allí no había nadie que trotara tan ricamente.

Bass Harbor (que así se llama el pueblo) se ubica en el límite occidental de la Mount Desert Island, una isla con forma de cojín para el cuello. En el lado más al este (el derecho, recordemos), reina el Parque Nacional de Acadia, el destino turístico más importante de Maine. Aquí todo es turismo de alto standing, con un precio de los alojamientos que no baja de los 200 euros la noche ni aunque tengas que compartir habitación con una cucaracha (véase los moteles más inmundos). Es un paraíso para los deportes de naturaleza, con cientos de kilómetros de senderos, que se convierte en un infierno de atascos en julio, agosto y fines de semana de guardar. 

Hoy era jueves y, aun así, allí estaba ya a las siete de la mañana. No fuera a ser. La capital oficiosa del Acadia National Park es Bar Harbor, de donde procede la foto cabecera con su bergantín de cuatro palos. Repleta de tiendas de antigüedades chic, restaurantes elegantes, hoteles al borde de la playa y mansiones espectaculares.

Algo así, vamos...





Viajando al sur, se entra en el Parque propiamente dicho (otra cosa que envidiar de los americanos: la gestión de sus parques nacionales, cuya red cumple 100 años en 2016. Además del inmenso equipo humano que los atiende allá donde sea, destaca su esfuerzo por hacerlos accesibles -tanto física como intelectualmente-... luego, si encima son maravillas naturales...). Como la isla tiene forma de cojín de cuello, decía, para viajar de este a oeste no se puede acortar en horizontal, sino que hay que conducir en forma de "w". 

Pues en el primer descenso, se recala en la Sand Beach. Playa de arena, vaya nombre para una playa. No seamos listillos: en Maine, al estar tan al norte, las playas de arena blanca son una excepción por no sé qué historia de la erosión de las aguas frías que impide la formación de arena y sólo deja cantos; mucho menos según nos acercamos a Canadá. Así que esta es única en muchos kilómetros a la redonda. 

Para mí tenía su encanto porque aquí se rodó Las normas de la casa de la sidra.

Aun así, la playa es bonita. O lo que se veía de ella (a cambio, el mar se dejaba oír con intensidad):




Dije que no me iba a lamentar. 

Pero mentí.

Puede que hubieran lucido un poco más las fotos del resto de Acadia sin niebla. 

Puede... Particularmente, porque así podría haber quedado mayor constancia de que estábamos ante océano abierto y no rodeados de una enorme pantalla de cine en forma de cúpula. 




No más películas. Ha llegado el momento de Stonington. Hay que salir de la Mount Desert Island y encadenar una nueva "w" en otra península distinta. 

Si la Mount Desert Island es el glamour del poderío que da el dinero, la Deer Isle es su antítesis. Para empezar, se le llama Isle y no Island, que hay que economizar hasta en las letras. 




Desde que se entra, a través de un inquietante puente (devorado por la niebla, y al que sólo le falta un cartel como el del infierno de Dante, en plan de que abandonemos toda esperanza los que entremos), la sensación general cambia.

No hay tiendas de antigüedades que parecen Macdonald's: hay gasolineras donde los números del surtidor aún giran mecánicamente -clap, clap, clap- y no son cifras digitales. Tampoco hay alojamientos uno tras otro; sólo casas particulares. Donde en Acadia se pelean los comercios para vendernos langostas de juguete, de peluche, de plástico e incluso de verdad, en la Deer Isle se apilan junto a los graneros de las viviendas particulares jaulas para pescar esas langostas que se comerán en la isla vecina. 

La carretera está parcheada, repleta de baches y con cambios de rasante vertiginosos. Es la diferencia entre un lugar al que hay que cuidar al turista que llega de un lugar donde se vive y se trabaja. 

Un último detalle: si en la bahía de Bar Harbor había imitaciones de veleros y yates privados inimitables, en las de Deer Isle hay barcos pesqueros.






Por supuesto, eso incluye a Stonington. Pocos turistas alcanzan este puerto. Los hay despistados porque de aquí zarpa el ferry a la Isla de Haut, una Acadia en miniatura. 

Cuando digo despistados hablo de seis en total que me he cruzado en todo el pueblo tras una hora de paseo. 

Stonington, o eso dicen las placas, vive de la pesca y de la industria del granito. Últimamente (esto lo dice la guía de la Lonely Planet) han arribado algunos artistas tan despistados como los turistas. 

¿Causa o consecuencia de las siguientes fotos?






Aclararé la última foto. Tras ese rimbombante nombre, está en el cine/teatro/sala de ocio del pueblo. Nada especial: eso lo hay en mi pueblo de la sierra también. Bueno, este edificio data de 1912 y en Estados Unidos, en un pueblo minúsculo como Stonington, me atrevería a decir que es llamativo. 

Me ha enamorado (el pueblo, no la ópera concretamente). Pese a la niebla o por la niebla. 

Porque sí.

Una última doble imagen para que comprobéis vosotros mismos las diferencias entre la calle principal de la Bar Harbor del turismo y la Stonington de la vida real:





En un mundo donde es tan común mirar resignado la mano de planes rotos que te ha tocado en suerte y probar con un farol a ver si hay suerte, viene bien tener uno de estos días a buena contramano. 

Aunque los puentes escondan siempre alguna trampa.








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