miércoles, 13 de septiembre de 2017

Día 7: Let's Pop!


Esta ruta, este blog, la primera novela que me publicaron, tienen como denominador común una palabra pequeñita: pop. 

Pop es muchas cosas. 

Pop es el alivio que se siente cuando se sale de alguno de los múltiples atascos que me he comido hoy. 

Pop es el ruido que no hacen los tarros de ketchup de Heinz porque ya los botes vienen con sistema antigoteo. 

Pop es el ruido con el que chascan los árboles salvajes cuando le han ganado el terreno a la civilización. 

Pop es la versión diabética de la música y odio a los Beatles así que no vayamos por ahí.

Si titulé aquella novela como Una aventura pop fue en homenaje a la corriente artística que elevó a los altares del consumismo de masas Andy Warhol; el de las latas de sopa de tomate, las estrellas de la farándula en mil colorines o su misma jeta producidos en series y con infinitas variables tonales. El que, más allá de convertirse en icono (que es lo que siempre quiso ser, desde que coleccionara de muy pequeño recortes y carteles del Hollywood dorado), reivindicó un arte construido desde los iconos de nuestra vida cotidiana, ya fueran de la publicidad o de la cultura popular. 

Poco antes de morir, Warhol volvió a la Campbel y a la Coca-Cola, aunque actualizando su modo de presentarla; de botella a lata la bebida y de lata a sobre las sopas. De esta serie apenas hay muestras.

Pop es, en definitiva, el diminutivo de popular. 

Así que popeemos un poco, que es lo que siempre ha hecho esta ruta, viajando hasta las mismísimas entrañas de los mitos de quince minutos que vemos en el cine, en la televisión, en nuestras tabletas (ay, qué pena) o en los móviles (qué horror).  



Aunque ya han aparecido imágenes del Museo de Andy Warhol en Pittsburgh (su ciudad natal y el centro con mayor número de obras -en su mayoría menores, dado que las conocidas se las rifan las grandes pinacotecas del mundo a golpe de talonario-), vayamos cronológicamente. 

Y empecemos en Cádiz. 



Cádiz, Ohio, he de aclarar. Fundada a principios del siglo XIX en honor a la Cádiz fetén, que en aquellos años previos a la Guerra de la Independencia era uno de los nexos comerciales más importantes del mundo. 

En este pequeño y coqueto pueblecito (ubicado en la esquina suroriental de Ohio) hay muy poquito que ver pero, como dice el cartel de arriba están muy orgullosos de sí mismos. Más que nadie, llegan a proclamar (el amor a su ciudad lo han heredado de Cadi, Cadi).

Por tener, cuentan hasta con un Óscar y una de las estrellas más rutilantes de la historia clásica del cine. Porque el señor Clark Gable es gaditano (¿el gentilicio será gaditanian?).


Un famoso del cine, un rincón perdido de América y una pechá de kilómetros para contarlo. Eso es esta ruta en esencia. 

Como también lo es la parada obligada al mundillo de las series. Ya hablé ayer largo y tendido de la Harlan real y muy poquito de la serie que propició mi viaje a la esquina más deteriorada de Kentucky: Justified. Como si ya no fuera bastante desviarse cientos de kilómetros hasta el condado minero, esta mañana me he tragado el atasco mañanero en las circunvalaciones de Pittsburgh (después de sufrir otro previo a causa de un accidente) para poder llegar a Kittaning, la localidad de Pennsylvania cuya calle principal servía de imagen para la serie (en lugar de la Harlan original, demasiado sobria y pobretona para quedar bien en los títulos de crédito). 



Y desde Kittaning, de vuelta a Pittsburgh (a las diez, los atascos se habían limpiado), donde el chaval Andrew ya se pintaba a sí mismo en el instituto:



Pero aquí habéis venido a ver chicha y famoseo:






¿El resumen? Pues el museo merece la pena si te intriga el personaje. Luego, las siete plantas están muy bien montadas (a lo grande, como gusta a este lado del océano) y se permiten el lujo de detenerse en etapas no tan explotadas como esas imágenes omnipresentes en cualquier tienda de fotos de barrio con tu propio careto en azul, rojo, amarillo y verde.

Sin embargo, salgo de Pittsburgh preguntándome si en esta ciudad encallada entre colinas, acuchillada por tres ríos y de nubosidad constante (y no hablo de lluvia, sino de la contaminación de sus mil industrias, incluyendo la Heinz), los patos sueñan con cosas de patos o con patos eléctricos a la naranja exprimida.



La tontería que acabo de soltar es para quitarme un poco el mal rollo de encima. Ya sabéis: el gracioso (negro hasta hace muy poco; últimamente gordo y, si puede ser, gordo y oriental) de la peli de miedo que va soltando chistes hasta que le sueltan la cabeza del resto del cuerpo. 

Pennsylvania es enorme: da para Filadeldia, Gettysburg, los amish, Pittsburgh y su universo industrial y aún le queda un enorme vacío en el medio donde se apiñan montañas de mayor o menor tamaño, donde las nubes se deshinchan al caer la tarde en forma de niebla, en forma de lluvia finalmente.



En el centro de ese vacío, se encuentra lo que fue el pueblo de Centralia. Un genuino pueblo fantasma donde no queda casi nada (y esto es literal) de lo que hubo hasta principios de los ochenta. Pueblo minero durante toda su historia (desde mediados el XIX), a finales de los años 60 del siglo XX se descubrió que había comenzado a arder el subsuelo bajo el término municipal y que, así a vuela pluma, podría estar cociendo la zona otros 250 años más. El pueblo, habitado por un millar de habitantes se desalojó, el Estado expropió todas las viviendas y derribó absolutamente todo recuerdo de la localidad. 

Bueno, no todo. 

Pero a eso voy ahora. 

Hasta llegar a Centralia, solo he visto un cartel que la señalice (uno que indicaba su distancia a 14 millas) y el GPS te lleva pero, de pronto, al alcanzar su término municipal se pierde la señal y ni siquiera se pone a recalcular. 

Los fantasmas no existen ni para el GPS.

Sabes que estás en Centralia porque el asfalto pasa del gris oscuro a un rojo sanguinolento. El bosque es el mismo antes y después de la carretera colorada: exuberante e indiferente. 



En la segunda foto, el cemento entre el rojo y los hierbajos es la típica acera americana. 

La vegetación se ha comido los solares donde estuvieron los hogares y quedan vestigios inquietantes. Los carteles de stop o señalizaciones viarias están pintarrajeados con motivos obscenos (en los USA no ves una sola señal manchada o pintada) y los mosquitos son del tamaño de helicópteros de rescate marítimo. De lo silencioso que está todo, las chicharras parecen salvas de cañonazos y los coches que pasan por la carretera resuenan como aviones aterrizando. 

Yo no noté que hiciera más calor.

Pero es que tenía el cuerpo cortado. 



En Centralia queda algún resto de la civilización. Para ser exactos, los dos cementerios y hasta tres casas que parecen habitadas. Según la wikipedia, hay siete habitantes que permanecieron en Centralia y lograron pactar con el Gobierno estatal. 

Allá ellos, debieron de pensar en la capital. 



Me hubiera gustado sacar una foto más artística, aunque os invito a mirar de cerca la imagen que hice a toda velocidad desde el coche y veréis que las rancheras están coloreadas con motivos militares. No sé: llamadme prejuicioso, pero cuando vives en un pueblo fantasma de un país en el que proliferan las armas y pintas tu coche de camuflaje no creo que seas del tipo de gente que le gusta que anden sacando fotos a tu casa. 

Porque pop también es el ruido que hacen las pistolas con silenciador.

Y pop, para terminar con una nota alegre, son los post dedicados a las comidas...

Mañana, con eso de que es viernes y la ruta entra en terreno conocido (vuelvo a Nueva Inglaterra, donde ya di cuenta el año pasado), vendrá la entrada de comidas... 

Id haciendo hueco.

No hay comentarios:

Publicar un comentario